Por Izayana Martínez
Son las tres de la tarde de un martes. Acabo de salir de clases de la Universidad Centro Americana (UCA). Voy rumbo a la parada de buses de Metrocentro. Camino alrededor de un kilómetro desde la universidad, el sol está dándome en la espalda y el trayecto se me hace sofocante por el calor de invierno: la humedad de la lluvia que quiere caer pero que aún no está lista para hacerlo.
Al pasar por la gasolinera Texaco, frente al hotel Intercontinental que está junto a Metrocentro, los vendedores ambulantes de parabrisas de automóviles, carátulas de celulares y de anteojos de sol, comienzan a decirme piropos y a lanzar sonoros besos. No les presto la más mínima atención porque en ese mismo momento, un bus grande, amarillo y destartalado se detiene en el semáforo y por lo que dice su cabecera se dirige a Carretera a Masaya, rumbo a La Concepción, lo cual me resulta genial por no tener caminar hasta la parada y esperar los quince minutos en que se tardan en pasar los buses que acostumbro usar...
Pido parada y es entonces cuando el cobrador del bus grita “La Concha, Camino a Masaya, Masaya” y mientras su grave y ronco grito se escucha por toda la gasolinera, sólo siento una mano grande y callosa que toca fuertemente mi cintura para empujarme dentro del bus. No es la primera vez, ni será la última, es algo que llega a suceder. Muchas veces los hombres tratan de tener un contacto mínimo con algunas de las mujeres que suben al bus. Cuando éstas piden parada es la oportunidad perfecta para tocarles la cintura y admirarles el trasero que tienen al frente cuando éstas suben las escaleras de los grandes buses y ellos las siguen por detrás...
Como veo un grupo apretujado en la parte delantera del bus, me sumo a él creyendo que no hay asientos disponibles, pero se siente que un hombre lo cruza y de dirige al fondo. Un muchacho joven, vestido formalmente me mira velozmente y mira al fondo, yo veo al mismo lugar que él y veo que hay suficiente espacio para poder sentarse. Al dirigirme a un asiento veo al hombre prácticamente en medio del pasillo: es el mismo que hace unos dos minutos tocó mi cintura. Está muy mal sentado porque tiene su cabeza y su lado derecho de su cuerpo en el pasillo y sólo su pierna izquierda está en el asiento, está hablándole a una mujer en el asiento de al lado.
Cuando estoy cerca de él se aparta para que me le siente a su lado. Con un gesto de la cabeza le digo que no me sentaré ahí. Algo sorprendido el hombre se levanta del asiento y me deja pasar, no sin antes lanzarme una mirada incrédula como diciendo “ésta quién se cree”. No es mi problema, yo no le pedí que se levantara. En este momento ya van dos cosas que desprecio del hombre: Su mirada burlona y el hecho de haberme tocado sin mi permiso.
Me siento atrás del hombre, porque así no me alejo tanto de la única salida del bus y así estoy más cómoda en mi asiento solitario. Asumo que nadie se sentará a mi lado porque la mitad de mi asiento está dañado y prácticamente “insentable”. No ha pasado ni dos minutos de haberme sentado cuando el hombre comienza a mirar a mi dirección, a pesar de estar hablando con la mujer. Aunque yo no lo esté viendo directamente a su cara puedo percibir hacia donde vira su mirada cada vez que hace una pausa en su conversación. Puedo sentirla. Y aunque el hombre esté hablando con alguien que viste una camisa rosa chillante y reveladora, y que no está usando brasier, está mirando en dirección a mis pechos. Van tres cosas que no me gustan del tipo y comienzo a sentirle desprecio. “Es un morboso”- me digo a mí misma-“No puedes hacer que te deje de ver, pero sí que no vea lo que quiere”.
No soy la única a la que está expuesta a este tipo de “violación”. Lo digo así porque eso es lo que el tipo está haciendo con su mirada. Me hace sentir sucia y morboseada, y no es lo peor que ha de pasar en un bus. He pasado de todo, desde ser manoseada hasta tener exhibiciones no deseadas. Ya he llegado a considerarlo como un riesgo por el simple hecho de ser mujer.
Para estar expuesta no es necesario tener una edad fija. Me han piropeado y “atentado” de tocarme desde que tengo trece años, pero tengo que admitir que desde que comencé a usar buses me di cuenta de lo que estamos expuestas a pasar, las niñas y las mujeres, y de las cosas que odiamos dentro de un bus.
El trayecto de quince minutos de la UCA a mi casa se me hace desesperante, irritable e impaciente. El cobrador se ha levantado tres veces y en todas esas no ha visto a la compañera a la que “le echó el ojo”, no. Mira en dirección a mi cara y a mi torso. En la última vez ha traído un papel y un lapicero y se los pasa a la mujer, mientras ella escribe su número el no desaprovecha la oportunidad de ver hacia atrás, pero yo ya he actuado: me he subido la camisa casi hasta el cuello, me he soltado el cabello, he cruzado mis brazos por mi pecho y he fruncido el ceño, lo cual hace que tenga cara de malas pulgas. El hombre desiste y no vuelve a mirarme. Sólo faltan 5 minutos para llegar a mi destino.
Recuerdo cuando estaba en primer año de la universidad, tenía dieciséis años, eran las siete de la noche y los buses estaban demasiados llenos por ser hora pico. Yo afortunadamente estaba sentada pero a medida que el bus iba de parada en parada, éste se llenaba más y más. Un hombre mayor con una mochila azul en el pecho se fue haciendo camino a punta de codazos hasta llegar a mi lado. Yo estaba en uno de los asientos al lado del pasillo. El hombre tenía las caderas bajas y el torso largo, a medida que el bus se sacudía y se inclinaba a la izquierda en las rotondas, comencé a sentirme muy incómoda, no por el sofoque de tanta gente, sino porque estaba sintiendo todo el miembro del señor en mi hombro derecho. Yo intenté pegar mi hombro lo más posible a mi cuerpo, pero era inútil, sentía todo de todo. Cuando el bus estaba estable y ya no había signos de meter a otro pasajero más, me levanté lo más rápido posible, le cedí mi asiento a una viejita que estaba a dos pasos del señor y me fui a la parte de atrás hasta esperar mi parada. Fue una de las primeras cosas que comencé a percibir y a odiar en un bus: la exhibición de aquella gente indeseable.
Finalmente el bus se va a parar en Esquipulas. Yo ya me he levantado y dirigido a la parte delantera del bus, el cobrador también ya se ha dirigido a su puesto y cuando yo llego me queda viendo, preguntándome si me quedo en esa parada. Bruscamente asiento con la cabeza. Él levanta la mano para cobrar e inmediatamente dejo caer los cinco córdobas de pasaje. Cuando el bus se detiene completamente el cobrador ya está en las escaleras de abajo y levanta la mano para halarme hacia afuera, pero yo ya he saltado del bus. Libre. Tranquila. Rápidamente corro por la carretera a la dirección opuesta a buscar una caponera para que me lleve a mi casa. Hoy fue uno de esos días en que una debe de sobrevivir al acoso y no permitir que los hombres se sientan con el derecho de tocar nuestro cuerpo.
Agradecimiento fotográfico a Jorge Mejía Peralta http://mejiaperalta.com/
1 comentarios:
muy buena narrativa de la triste y cruel realidad del morbo masculino nicaraguense, repudio totalmente tal morbo, habra forma de erradicarlo?, lamentablemente creo que no si los valores de la primera escuela (la familia) cada dia se degradan mas.
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